De pronto, aquella tarde, en aquel instante, sintió que su
corazón se llenaba de agua.
Había decidido que allí, en aquel momento de luto, terminaría
todo entre ellos y no por falta de amor.
Llevaba un tiempo respirando lagartos.
Hacía unos días que el viento era una costra pegajosa y el
horizonte un pergamino.
La tenía a su lado, aire con aire, aliento con aliento y a
pesar de ello, sus vidas eran sombras de una materia incomprensible, sin cuerpo
fijo, sin entidad corpórea.
Algo habían olvidado.
Algo ya no respiraba en sus miradas.
Aquel tiempo de jardines y lecturas en voz alta, se habían
convertido en una estepa sin saliva.
Estaban piel con piel y sin embargo, un trafago de gritos
inauditos habían convertido las distancias cortas en selvas insalvables.
Cada uno de ellos se avistaba a lo lejos, sin proximidad
posible, sin tacto viable, sin deseo alguno.
La sombra de la cama en la que tantas tardes habían roto el
espacio para adentrarse en lo improbable, era solo una quimera imposible.
Él sabía que ya nunca se internaría en aquel humedal en el
que sembrar su deseo y temía adivinar que ella ya no estaría más nunca
disponible para el sudor, la batalla, la sangre y el grito de triunfo.
Ella llamaba de sueño en sueño al hombre que la había roto
por dentro, que la había hecho sentir el dolor como azúcar descarnado pero
previsible en cada esfuerzo.
Ella amaba un recuerdo que ya no se sentaba con ella en las
tardes de parque y silencio.
Y se quisieron desde la afonía de un tiempo que no avanzaba
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